Las relaciones entre Jordi Pujol y el diario ABC han sido siempre cordiales, pero complejas. De hecho, casi todas las relaciones del ex president de la Generalitat por antonomasia son cordiales y complejas, y más todavía si se dan en la España profunda. En Catalunya no deja indiferente a nadie, pero en ciertos círculos cultos de Madrid ejerce una atracción especial que le ha permitido gozar de la amistad y respeto de personajes tan poco catalanistas como Felipe González, Manuel Pizarro o los hermanos Ansón. Una amistad que culminó en su nombramiento como «Español del Año» por el diario ABC en 1986.
El pasado domingo Pujol, antes del inicio de la operación anticorrupción contra Bartomeu Muñoz, Macià Alavedra, Lluís Prenafeta y otros, nos miraba con cierto escepticismo desde la portada del suplemento dominical de ABC para decirnos que Cataluña está desconcertada. Un analista profundo del llamado lenguaje gestual podría hablarnos de esa mirada sabia y resignada, de ese íntimo convencimiento de que diga lo que diga no va servir para convencer a nadie que no sea catalán, de esa tozuda persistencia y de esa tenaz voluntad de cumplir fielmente la misión pedagógica a la que se obligó hace décadas.
Tal vez por eso, las cinco páginas interiores siguientes, estaban repletas de pedagogía made in Pujol, hasta el punto de que la entrevistadora, casi a su pesar, se reconocía vencida por el carisma y el poder de convicción del personaje y, por qué no decirlo, por la rotundidad y coherencia de sus razonamientos. Hasta el punto de verse obligada, una vez de regreso a su redacción y quizás con algún vestigio de rubor en las mejillas, a rectificar los efectos de su hechizo y escribir un despiece titulado «Hay otro final posible», que pueden ustedes leer (y analizar) con sólo clicar aquí.
Tonterías aparte, hoy, metabolizado ya el primer susto de la operación Pretoria, sería bueno saber a qué grado de desconcieto ha llegado el talante de nuestro president honorario. Porque a pesar de que Pujol, como buen creyente, siempre ha sido un poco escéptico, este affaire que implica a personajes tan cercanos a su figura y a su pasada gestión como President de la Generalitat debe tenerle un poco desconcertado. Aunque tal vez menos que a nosotros.
El pasado domingo Pujol, antes del inicio de la operación anticorrupción contra Bartomeu Muñoz, Macià Alavedra, Lluís Prenafeta y otros, nos miraba con cierto escepticismo desde la portada del suplemento dominical de ABC para decirnos que Cataluña está desconcertada. Un analista profundo del llamado lenguaje gestual podría hablarnos de esa mirada sabia y resignada, de ese íntimo convencimiento de que diga lo que diga no va servir para convencer a nadie que no sea catalán, de esa tozuda persistencia y de esa tenaz voluntad de cumplir fielmente la misión pedagógica a la que se obligó hace décadas.
Tal vez por eso, las cinco páginas interiores siguientes, estaban repletas de pedagogía made in Pujol, hasta el punto de que la entrevistadora, casi a su pesar, se reconocía vencida por el carisma y el poder de convicción del personaje y, por qué no decirlo, por la rotundidad y coherencia de sus razonamientos. Hasta el punto de verse obligada, una vez de regreso a su redacción y quizás con algún vestigio de rubor en las mejillas, a rectificar los efectos de su hechizo y escribir un despiece titulado «Hay otro final posible», que pueden ustedes leer (y analizar) con sólo clicar aquí.
Tonterías aparte, hoy, metabolizado ya el primer susto de la operación Pretoria, sería bueno saber a qué grado de desconcieto ha llegado el talante de nuestro president honorario. Porque a pesar de que Pujol, como buen creyente, siempre ha sido un poco escéptico, este affaire que implica a personajes tan cercanos a su figura y a su pasada gestión como President de la Generalitat debe tenerle un poco desconcertado. Aunque tal vez menos que a nosotros.