Hace días que flota en el ambiente una corriente de opinión que dice que las aguas poco a poco vuelven a su cauce y que el «problema» ya está controlado. O por lo menos, que se está terminando de controlar.
Dicen que, a nivel estatal, hay un partido político que saldrá debilitado pero seguirá mandando, otro que quedará aún más debilitado y seguirá en la oposición unos cuantos años más y otro que prácticamente desaparecerá de la historia como desaparecen las lágrimas bajo la lluvia de una tarde de invierno. Pero que la causa de todo esto, Podemos, no pasará de ser una opción, radical, pero reformista. Es decir, no insurreccional. Por qué? Pues porqué «ni España ni Europa pueden permitirse dramas ni insurrecciones” y «porqué el poder, o su proximidad, siempre genera moderación «.
Se trataría pues, de dar salida a la enorme indignación ciudadana surgida directamente del rechazo a la corrupción generalizada del sistema. Una salida de emergencia que trastocará nuestro fatigado tablero de juego, pero no lo hará caer por tierra.
Esto a nivel español. A escala catalana, la rumorología encuestadora habla de un techo electoral republicano, de un socialismo testimonial, de un ecosocialismo en la unidad de cuidados intensivos, de una creciente alternativa independentista radical de izquierdas, de un españolismo tradicional en franco retroceso, de unos jóvenes partidos unionistas que crecen, de un “partit del President” que no acaba de arrancar y de un partido nacionalista catalán en trance urgente de reconstrucción. Y todo por los mismos motivos que a nivel de estado, más otro de importancia capital: la irrupción del fuerte sentimiento independentista, de carácter emocional, pero también económico, que se advierte en el país.
Hace aún pocos meses, algunos pensadores españoles libres decían que envidiaban a los catalanes por tener, al menos, una esperanza. El pasado domingo, otra esperanza llenó la plaza del Sol en Madrid.
Si al margen de hipotéticas consecuencias jurídico-políticas, estas dos esperanzas contemporáneas fueran capaces de provocar una regeneración de la praxis política, con la correspondiente refundación o reconversión de algunos partidos tradicionales, ya habría valido la pena. Hay quienes a esa refundación la llamarían «purga», pero ya sabemos que esta palabra tiene connotaciones históricas demasiado dramáticas y, por tanto, no la utilizaremos.
Dios nos libre!