No hace mucho, me quedé horrorizado ante la tele. Me sucede a menudo, pero en aquella ocasión no fue a causa de las noticias, sino viendo un documental de sesenta minutos filmado por los nazis en 1942, cuando yo aún no era ni tan solo un proyecto de vida. Las imágenes, trágicas pero sobre todo ofensivas, daban ganas a uno de levantarse y escupir directamente en la cara de algunos personajes que aparecían en pantalla.
La película, etiquetada con la palabra «gueto», fue descubierta tras la Segunda Guerra Mundial en un edificio de la Alemania oriental, antigua propiedad del Tercer Reich. Sin duda, se trataba de un instrumento de propaganda nazi. Lo que no sabe nadie, al parecer, es qué querían propagar. Yo tampoco, evidentemente, pero creo que o eran muy inteligentes y querían dar testimonio de la intrínseca maldad humana, o querían demostrar que en el gueto no se vivía tan mal, salvo los pobres, que esos viven fatal en todas partes .
Las imágenes hablan por sí solas. Algunas muestran el estilo de vida de las familias «acomodadas» del gueto: hogares con salas de estar bien decoradas, cocinas equipadas con todas las comodidades de la época, señoras risueñas yendo a tomar el té a salones confortables… El contraste dramático está en la calle, en la puerta de aquellos hogares y salones tan elegantes, donde aparecen auténticos cadáveres hambrientos y ambulantes, preludio de las escalofriantes imágenes de los campos de exterminio que empezaron a conocerse tras el juicio de Nüremberg.
La población que aparece en el documental puede dividirse en tres grandes grupos: la gente acomodada que vive feliz, confiada y ajena a la desgracia de los demás, la gente que aún mantiene alguna esperanza y se apresura a no quedar atrapada en la espiral creciente de la pobreza circundante, y los que ya han tirado la toalla y pasean su derrota por la calle, ante la indiferencia criminal de sus supuestos compatriotas.
Especialmente impresionante es la imagen de una mujer joven, con un bebé ‒probablemente muerto‒ en brazos, que implora incansable un mendrugo de pan, ante un cadáver abandonado en la puerta de una casa, mientras la gente pasa por su lado mirando hacia otra parte.
El reportaje, emitido por TV3, nos recuerda que a la postre toda aquella gente, ricos, pobres y miserables, fueron masacrados y confinados en campos de exterminio, sin distinción de edad, sexo o clase social. «Los ricos pensaban que se salvarían», dice uno de los testigos. Vana esperanza.
No quiero forzar ninguna analogía que pueda parecer exagerada, pero sí subrayar que la historia demuestra que cuando la desgracia es general termina afectando a todo el mundo, a pesar de que muchos piensen que los que pierden el trabajo, la salud o la libertad siempre son los que no saben gestionar correctamente sus amenazas.
Parece ser que Warren Buffet tenía razón cuando en el año 2009 dijo que la avaricia, la ignorancia y la mentira están en el origen de cualquier situación de crisis. Tal vez cabría añadir la indiferencia, pero en todo caso parece comprobado que la crisis moral es la madre de todas las crisis.