Un centenar de intelectuales catalanes ha hecho público un manifiesto en favor del diálogo y el entendimiento entre Cataluña y España. Hay muchos que son amigos míos. Nos conocemos bastante bien, son personas honestas, de pensamiento sólido, cargadas de buenas intenciones, que apelan a un incierto federalismo como última esperanza capaz de evitar una separación que saben dolorosa.
Ayer cené con otra pandilla de amigos míos. Son gente honesta, de pensamiento sólido, cargada de buenas intenciones, que cree que la única solución posible para evitar más problemas entre Cataluña y España es la independencia, aunque, de entrada, pueda ser incierta y dolorosa. Unos y otros te dan argumentos, te explican cifras, preveen escenarios, citan leyes, subrayan contradicciones dialécticas de sus oponentes. Cuando los escuchas separadamente, parecen tener razón. O al menos, una parte de razón.
Pero si piensas un poco, descubres que detrás de todos los razonamientos que te seducen hay algo mucho más importante, que es el sentimiento. Sentimiento prioritariamente españolista, por un lado. Sentimiento prioritariamente catalanista de otra. Por mucho que se escondan, son los sentimientos los que dan la primera base a toda construcción política o ideológica.
En todo proceso de separación hay un montón de sentimientos en juego, por encima de los intereses económicos. Nadie se separa para ser más rico. La gente se separa para ser más feliz, para ser más libre o al menos, para serlo un poco más. Y los que no se quieren separar, lo hacen para no sentirse más desgraciados y porque ya están bien como están.
Cuestión de sentimientos, en definitiva. ¿Y quién los gestiona? ¿Y cómo los gestiona? Os propongo que hagamos un análisis del tema. Cada uno el suyo, evidentemente. Yo ya lo he hecho. Y me han entrado ganas de gritar: «son los sentimientos, idiota».