Hay veces, que por mucho definitivo que parezca, el divorcio no es inevitable. Y cuando lo es, es porque una de las dos bandas, o las dos a la vez, consideran que asumir las consecuencias, siempre dolorosas, del divorcio es mejor que seguir soportando una convivencia considerada imposible. El otro día, Xavier Sala i Martin publicaba un artículo sobre el derecho a la felicidad, que es un derecho consagrado en la constitución de los Estados Unidos que hasta ahora todo el mundo se tomaba en plan de cachondeo y que ahora, sin embargo, ahora toma un significado muy especial.
Mi experiencia-afortunadamente contemplativa-dice que un divorcio no es como una película del far west, y por tanto, no hay buenos y malos. Todo el mundo es bueno y todo el mundo es malo en un momento determinado de la historia Lo que hay, por parte del que toma la decisión de separarse, es mucho cansancio, bastante pena por lo que pudo ser y al final no ha sido, y muchas ganas de volver a empezar. Y por parte del-digamos-abandonado, es, sucesivamente, sorpresa, negación del autencitat de la decisión de su anatagonista, rabia y finalmente, hostilidad, o en el menos malo de los casos, indiferencia.
Todo se puede salvar, pero, si no se pierden las formas. Empezando por la amistad hasta la propia existencia de la pareja. Cuando las cosas se complican de verdad es cuando aparecen las malas maneras, los insultos, las desconsideraciones, la violencia verbal e incluso, las bofetadas.
Esperamos, pues, que todo siguió civiliutzat, que nadie le levante la mano a la otra, y si puede ser, que ni siquiera le alce la voz. Sobre todo, por el bien de las criaturas.