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Paradero desconocido

  • 08 Feb 2013
  • Opinión
per Toni Rodriguez Pujol
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Kressman Taylor

Paradero desconocido es el título de una novela publicada en 1938 por la escritora americana de origen alemán Kressman Taylor, un nombre aparentemente masculino bajo el que se ocultaba la dulce Katherine, hija de un banquero y entonces casada con el empresario Kressman Elliot Taylor, fundador de una de las primeras agencias de publicidad neoyorquinas de la época, precursora de las míticas agencias de Madison Avenue que conocimos gracias a la célebre Mad Men.

La elección del nombre con que la escritora convivió casi sesenta años –vivió hasta los noventa y tres– corresponde a la habilidad de su editor, un hombre probablemente desocupado que pensó que una historia tan dura como aquella no debía ser publicada bajo una firma de mujer.

La dulce Katherine quedó, pues, rebautizada, pero su obra fue un auténtico best-seller que sacudió la conciencia negacionista de los Estados Unidos, movilizó el lobby judío contra Hitler y proporcionó un buen negocio a Selecciones del Reader ‘s Digest, que la reeditó con un éxito abrumador. A continuación, abandonó su trabajo de script en la agencia, se quedó viuda y se volvió a casar con un escultor que conoció a bordo del transatlántico Michelangelo, cuando viajaba a Italia para olvidar sus penas. Luego volvió a quedarse viuda, escribió otros dos libros y muchos relatos cortos, estableció su domicilio de invierno cerca de Florencia y vio reeditar su Paradero desconocido cuando ya tenía noventa y un años, con lo cual volvió a obtener otro gran éxito editorial. Dos años más tarde murió, probablemente satisfecha de haber vivido una vida tan intensa y de haber hecho un buen trabajo.

Ahora vuelve a estar de moda. Su Paradero desconocido tiene ahora un versión teatral que Lluís Homar y Eduard Fernández interpretan magistralmente estos días en La Villarroel. Homar es Martin Schulse, un alemán culto y liberal que vuelve a casa con su familia, tras dejar a su socio Max Eisenstein a cargo de una galería de arte que ambos tienen en San Francisco. Los dos se sienten alemanes, los dos son buenos amigos y los dos tienen esperanzas sobre las posibilidades de regeneración política y democrática de una Alemania terriblemente vencida y humillada a raíz de la Primera Guerra Mundial.

A partir de aquí, la evolución de su correspondencia epistolar va mostrando la deriva progresivamente criminal y antidemocrática de Martin, influido a partes iguales por una propaganda, un miedo y unas conveniencias sociales que conocemos bien quienes vivimos nuestra primera juventud bajo el franquismo. Una degradación moral que poco a poco lo va convirtiendo en un auténtico nazi. El pobre Max no sale de su asombro. Hasta que llega el día en que Martin, el nazi, atraviesa la última línea roja: deniega auxilio a una persona muy próxima a su socio y le pide a este que no le mande más cartas porque lo comprometen.

A partir de entonces, las cartas de Max toman otro cariz y siguen llegando puntualmente, repletas de frases misteriosas, cifras y colores. “12 por Rubens, azul 77; Giotto 1 por 317 de verde y blanco, Poussin 20 por 90, rojo y blanco”. Hasta que la correspondencia queda abortada por una simple indicación postal garabateada en el último sobre retornado: “unbekannt Adressat”  (paradero desconocido). Venganza consumada. Satisfacción en la sala. El pobre Martin no sólo era un canalla sino también un imbécil –que no se sabe qué es peor–. A nadie le importa que las pase canutas un canalla, pero si además es un imbécil, todavía mejor.

Vi la función el día anterior a todo el cacao ese de las anotaciones contables. Y no pude evitar pensar que esto de hacer públicas determinadas informaciones, ciertas o falsas, con intención de perjudicar a alguien es más viejo que el tebeo.

“No tiene ninguna gracia, pensé. “Pero, ya puestos, ahora ya sólo queda saber quién es el canalla, quién el imbécil y cómo acabará la función”, concluí.

En cualquier caso, me da la impresión de que tenemos para rato.